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Nota del editor: Esta serie de blogs de dos partes es una breve mirada personal al trayecto de un solicitante de asilo en los Estados Unidos. Fue escrita por Adrián Rodríguez Alcántara, demandante en la demanda colectiva de la ACLU Foundation of San Diego & Imperial Counties, Rodríguez Alcántara v. Archambeault.

Mi nombre es Adrián Rodríguez Alcántara y soy originario de Cuba. Mi pareja Yasmani y yo somos gay y yo padezco de VIH. Desafortunadamente Cuba es un lugar peligroso para personas como nosotros y en octubre 2018 tomamos la difícil decisión de huir de nuestro hogar, país, y nuestras familias en búsqueda de paz y seguridad.

[Lea la primera parte de esta historia aquí: link]

Después de atravesar todas las Américas, y esperar más de seis meses en Tijuana para que llamaran nuestro “numero,” lo cual nos permitiría pedir protección, por fin solicitamos asilo en los Estados Unidos en el 15 de enero del 2020.

Nos presentamos en la puerta de entrada de San Ysidro, California, donde los oficiales de inmigración estadounidenses nos guiaron a un lugar conocido como la “hielera” para esperar nuestro proceso. Ahí comenzó la pesadilla que fue nuestra detención en este país.

En la hielera, los oficiales nos quitaron todas nuestras pertenencias y nuestra ropa exterior y nos separaron. Les dije a los oficiales que yo padecía del VIH, pero al parecer no se preocuparon por mi condición. Me entregaron una manta de color plata y una delgada colchoneta y me metieron a una celda solitaria. Nunca me explicaron porque me estaban deteniendo.

La celda era pequeña y la puerta tenía una ventana solo lo ancho de mi cara. En la celda había un lavamanos donde se toma agua conectado a una taza para ir al baño. En cuanto me encerraron me sentí asfixiado. Mi ansiedad creció y supliqué que me sacaran. No supe a dónde habían llevado a Yasmani y grité por él. Tenía tanto miedo que empecé a llorar hasta que oí alguien gritar mi nombre. Por la ventana pude ver el reflejo de Yasmani. Al saber que estaba cerca, me calmé. Pero como Yasmani sufre de claustrofobia, supe que el sufría aún peor.

Pasé los siguientes días llorando. No sabía si me iban a deportar o cuanto tiempo me iban a tener encarcelado.

Solo y sin distracción, pensaba en lo peor. En un momento, pensé que quizás nos envenenarían con gas tóxico por los conductos de ventilación.

Para calmarme, me sentaba en el suelo con las piernas cruzadas y miraba hacia la pared blanca. Me quedaba inmóvil por lo que se sentía como horas.

Le pedía a Dios que me diera fuerza.

Me sentía débil, deprimido, y sin ganas de comer o tomar agua—menos cuando me ofrecían burritos congelados para desayuno, comida, y cena.

Ahí nunca supe si era de día o de noche porque nunca apagaban las luces. No sentí las horas ni la conexión al planeta tierra.

Después de siete días en la hielera, los oficiales de inmigración abrieron la puerta de mi celda. Me esposaron las manos, los pies y la barriga. Tenía tanto miedo de cometer un error y decir algo incorrecto que les daría suficiente motivo para que me regresaran a la celda solitaria que me sentí congelado.

Me transportaron a un lugar que luego conocí como el centro de detención de Otay Mesa en San Diego, California. Los oficiales de inmigración nunca me dijeron a donde me llevaban, ni donde estaba Yasmani. Sentí tanta felicidad estar fuera de la hielera, pero mucho miedo al no saber dónde estaba mi pareja.

Los trabajadores del centro de detención fueron los primeros quienes me dijeron dónde estaba yo, pero no me informaron de Yasmani. Unos compañeros detenidos me dijeron que vieron a Yasmani en otra unidad. Milagrosamente, nos asignaron a la misma unidad.

Después de unas semanas de estar detenidos en Otay Mesa, pegó la pandemia del coronavirus. Escuchábamos que era importante observar el distanciamiento físico y minimizar el contacto con otras personas. Pero todas las personas detenidas compartíamos baños, mesas, teléfonos, celdas y áreas comunes y no podíamos mantener una distancia. Estábamos completamente expuestos.

También oí en las noticias que personas con ciertas condiciones médicas, como el VIH, están en más riesgo si llegaran a contagiar el virus. Yasmani se preocupó mucho por mí. Cuando primero empezamos a oír de casos en Otay Mesa, los guardias no nos daban mascaras.

A finales de marzo, el centro de detención se puso en “lockdown” para combatir el virus. Cancelaron cortes, visitas de familia y de abogados y aún no teníamos mascaras. Muchos compañeros empezaron una huelga de hambre pidiendo mascaras. Yasmani y yo escribimos una carta a la entonces Senadora, Kamala Harris, informándole de la realidad en Otay Mesa. Pasaron semanas de la pandemia antes de que nos entregaran mascaras.

Hablábamos con diferentes organizaciones y reporteros esperando que nuestra realidad sea escuchada por el público. Conocí a Jacqueline Ramos y a Monika Langarica de la ACLU Foundation of San Diego & Imperial Counties-(ACLUF-SDIC en abril 2020.  Después de hablar con ellas, tuvimos esperanza que quizás nos iban a poder ayudar.

Además de la pandemia, aun estábamos lidiando con las dificultades de solicitar el asilo mientras estábamos detenidos. Temíamos que cualquier acto incorrecto seria motivo para nuestra deportación. Los oficiales del centro de detención y ICE no nos daban ninguna información de nuestro caso o como liberarnos. Cuando les preguntábamos de nuestros casos, nos amenazaban: “¡Si siguen preguntando yo mismo los voy a deportar!”

Afortunadamente, teníamos a nuestra abogada, Erin Barbato, de la clínica legal de justicia para inmigrantes de la Universidad de Wisconsin. El personal de la clínica fueron los primeros en darnos información de nuestro proceso y de cómo salir de detención. Aun con la ventaja de una abogada, no fue fácil avanzar nuestro caso. Y sabíamos que éramos entre los más suertudos por tener el apoyo de una abogada; la mayoría de nuestros compañeros detenidos tenían que navegar el proceso solos o con muy poca ayuda.

Estuvimos encerrados en Otay Mesa por tres meses en total. Fueron meses perdidos. Durante todo ese tiempo, Yasmani nunca vio un juez y nuestros casos de asilo casi no avanzaron.

La ACLUF-SDIC nos incluyó en su demanda retando la detención de personas como nosotros en Otay Mesa durante la pandemia del coronavirus[1] y pudimos salir de ahí sin pagar una fianza. El día que fuimos liberados sentí tanta emoción, pero no lloré. Se me habían agotado las lágrimas.

Vine a los Estados Unidos con mi pareja buscando paz y seguridad. Ya estando aquí, deseo cuidar de mi salud, y sueño con casarme y tener un hogar para realmente descansar después de nuestro viaje arduo. Pasamos por mucho para llegar hasta este punto. Pero de todo lo que vivimos durante nuestro viaje, lo peor y más difícil de superar fue nuestro tiempo detenidos en Otay Mesa. Fue una tortura psicológica y emocional tan impactante que hemos empezado a recibir terapia para sanarnos de esa experiencia. Hemos sido afortunados de tener apoyo y muestras de amor al prójimo, incluyendo por parte de la familia en Tijuana que nos dio hospedaje durante seis meses, los equipos de ACLUF-SDIC y de la clínica legal de la Universidad de Wisconsin quienes nos ayudaron a salir del centro de detención, y las personas quienes nos dieron hospedaje, comida, y ayuda con nuestro viaje cuando por fin salimos del centro de detención.

Pero no puedo pensar en nuestra experiencia sin acordarme de tantos otros que huyeron sus países por cuestiones de vida o muerte, quienes aún siguen detenidos, sin ayuda, o esperando para poder ejercer su derecho a solicitar el asilo en los Estados Unidos. Pido que se reimagine un sistema justo y compasivo para las personas que han dejado todo atrás en búsqueda de la paz.

 

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